La Argentina que nos quedó

La Argentina que nos quedó

      Ayer presencié una manifestación popular paganocristiana. Sobre ese mundo de mercachifles, flores artificiales, promesantes, cumbias villeras, loterías, botellas de gaseosas, baños químicos y cánticos religiosos se fue elevando el rosado atardecer como cubriéndolo todo con un manto de piedad. La noche se llevó las oraciones y dio paso al baile que se extendería hasta la madrugada. Finalmente, la imagen fue guardada en su solitario altarcito donde no verá la luz hasta la convocatoria del próximo año.

            Más allá de las consideraciones sociológicas de cajón que uno podría hacer, me detengo a observar los rostros de las personas, sus posturas, sus ojos, aún sus vestimentas. Y entonces veo a la Argentina, no profunda sino, como diría María Elena Walsh, a la que se vino abajo, que no es lo mismo. Me interrogó acerca de lo que aprendieron estos, mis prójimos, en la escuela, acerca de su sentido de identidad, acerca de la ciencia y acerca de la fe. Suele decir el discurso moderno, que la escuela tradicional homogeneizaba, obligando a todos los niños a convertirse en ciudadanos, a acogerse a unas normas y a un sistema, lo cual era degradante, irrespetuoso y discriminatorio. Bien, eso hicieron los normalistas, los higienistas, los socialistas, los confesionales, todos. Nadie puede tirar la primera piedra. En cambio, actualmente, se respeta la diversidad, una diversidad que incluye y que enriquece. La escuela es un vademécum de culturas. Y con este discurso progresista se está tapando la decadencia más profunda que en la Argentina se haya visto jamás.

            Las exigencias y recetas del Banco Mundial y asociados han reducido drásticamente los presupuestos educativos. No es novedad. Las escuelas son sucios contenedores de alumnos que no estudian, “porque hay que respetar la diversidad” y profesores que no enseñan, porque son hijos de la nueva escuela, que ya no presenta  las exigencias  de la escuela “homogeneizadora”.

            El Estado distribuyó a diestra y siniestra  programas y planes que garantizaran la contención de las masas y, por ende, su gobernabilidad. Y las personas cayeron en el más cruel de los abandonos: la mendicidad organizada. Los que vamos al banco a cobrar nuestro salario lo conocemos muy bien. La cola es larga. Aquí no hay ningún tipo de música ni baños químicos. Hacia atrás y hacia delante se extiende la eterna fila. Unos miran el vacío, otros hablan quedamente. Allí están cobrando salarios las madres, los chagásicos, los desocupados, todos. Algunos vienen del campo, donde crían sus ganados de vacas o cabritos; otros, han dejado sus changas de albañilería…Me pregunto, sin querer sentir indignación, de dónde, de qué impuesto saldrá todo ese dinero si no proviene de una fuente de producción. Me pregunto si algo tendrá que ver esto con ese impuesto que pago permanentemente llamado “inflación”. Me cuestiono acerca de mis esfuerzos, mis madrugones, mi lucha por la subsistencia, mis enfermedades no subvencionadas. Y hago mal en ponerme en primera persona. Pero lo hago. Porque en este momento, no soy yo, soy una clase social: la clase trabajadora. Y me pregunto también por qué han convertido a toda esta gente en otra clase social: la clase mendicante. Pero eso sí, bancarizada. Porque los tiempos traen progreso.

            Con la pérdida de la dignidad, hemos perdido la razón, hemos perdido los valores, hemos perdido la honradez. Y esto es la Argentina que nos quedó: atrasada, sumida en la ignorancia, frivolizada y perdida en los atardeceres de la superstición, haciendo cola en los cajeros para recoger la limosna

                                          María Rosa Meléndez

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