La Señora del Carballo
Esa mañana, cuando pregunté a los niños quién iría a la procesión, una de ellos, de quince años tal vez, me respondió: “Yo. Voy a acompañar a la Virgen porque mi bisabuelo fue el que la encontró”.
Me pregunté qué relación tenían entre sí estas viejas historias rurales, de crucifijos y estatuas encontradas en los huecos de los árboles o el vientre erosionado de las rocas con los relatos bíblicos que los misioneros habían desperdigado por sus caminos desde tiempos inmemoriales, me pregunté si éste era el derrotero que soñaron para sus predicaciones. También me interrogué acerca de cómo habrían aparecido después de ser talladas, si por la casualidad o por la trampa y, en todo caso, cuál sería el fenómeno psicológico o social de atribuirles ese milagro totémico. ¿Acaso es la Iglesia Católica quien promueve estos hechos, o por el contrario, con el corazón contrito, los acompaña procurando iluminarlos? ¿Los estimula o crecen como el yuyo en jardín primaveral de la Teología? Esta última palabra me llevó a pensar en mis lecturas del Dante, en el alto y dificultoso símbolo de Beatrice. Y entonces concluí: “habrá que atravesar el Infierno .
Recordaba Lourdes, aquella réplica impecable que los Asuncionistas lograron en Santos Lugares para el recogimiento y la esperanza de multitud de enfermos. También yo iba de la mano de mi madre a mirar los ojos de una estatua una vez al año. Llevaba grabado en mi corazón el dogma de la Inmaculada Concepción y hubiera dado mi corta vida por defenderlo. Eran épocas difíciles de la Fe. Acaso como éstas. Estos fieles ¿sienten el apasionado calor de los soldados de Cristo? ¿Qué verdad mística expresa esta imagen? Es una carita oscura con un vestidito blanco de seda. ¿Querrá expresar que Dios es Padre de todos por igual en el rostro casi indígena de la madre de Dios? ¿O habrá una localización tribalista en el trasfondo de este sentimiento? De una u otra manera, ¿por qué todos necesitamos matizar a la madre de Dios con los colores de nuestras propias emociones? Renacentista o indígena, oriental o gaucha, tan multifacética, siempre reflejando un solo costado, una sola arista…pero.. . del reflejo del Sol o de nuestra mirada humana…?
¡Ay, Beatrice! ¡Qué difícil!…
La imagen había logrado ser arrebatada del seno de la familia “elegida” y transportada a una pequeña capilla, de líneas clásicas, que resaltaba como un pequeño diamante en el desierto infinito. Pero el paganismo ya estaba instalado. El celo de Monseñor aún no estuvo conforme: a costas de recibir de golpes e insultos, su párroco la trasladó a la entrada del pueblo. En realidad, sólo pudo hacerla llegar hasta allí, aunque debiera haber sido coronada en la Parroquia. Por otra parte, si bien se mira, desde la ruta –el progreso- éste sería el trasero, pues, además, quedó a una cuadra del cementerio, que es como el patio trasero, y en la que otrora fuera la capillita para despedir a los muertos. Se llamaba, por supuesto, La Piedad. Y en su altar ostentaba una impecable fotografía de la gloriosísima obra de Miguel Ángel. (Los legados de la Humanidad, no se reemplazan, por estos tiempos, por tesoros de alto valor artístico. Pareciera que el espiral de la Historia ya no puede ascender…¿ Habremos pasado ya la cumbre de los tiempos? ¿Sólo nos queda bajar, retroceder? Las reivindicaciones sociales nunca más tendrán la magnitud de un Delacroix, un Goya?)
Del triste rostro terroso de la capilla salió la Virgencita portada en andas, en su cajita de vidrio. Una música reiterativa y pegadiza la escoltaba en el aire, una niña desafinaba un violín por delante y, por detrás, el gentío comenzaba a caminar.
Al llegar a la esquina sentí un olor que me produjo náuseas. Levanté la vista. Unos jinetes haciendo caracolear a sus caballos a latigazos, se aprestaban a presidir la procesión. Efectivamente, el largo recorrido que duró cuatro horas, fue alfombrando el paso de la Virgen con bosta recienregada e hiriendo penitencialmente mis sentidos y mi corazón.
Una jaulita de ganado tirada por un tractor transportaba el equipo de sonido a pocos metros de la imagen. Detrás, un par de religiosas harían oír las oraciones que nadie en la multitud repetiría. El cuadro no podía ser más desolador.
En una de las primeras esquinas se detuvo la marcha. Era una escuela. Allí unos niños dedicaron una danza. En ellos podía avizorarse toda la hibridez de las zonas de frontera, especialmente, la vestimenta y algunos gestos, entre lo chaqueño y lo salteño. Pero estaba muy lejos de la hidalguía señorial del gaucho de Gûemes y del fluido ritmo litoraleño, sin embargo, había tanto orgullo en los bailarines como si se tratara de una tradición ancestral.
Así, la procesión, en adelante, se detendría en todas las escuelas. Parecía, incluso, que el recorrido por todos los barrios había sido diagramado tomándolas como puntos de referencia.
La historia argentina, pensé, a pesar de lo que parece, es una grave historia de desencuentros con la Iglesia. Tanto la Iglesia como los caudillos han volcado sus afanes al pueblo. Y en él se encontrado. Es cierto que los curas gauchos asistieron con sus vidas a las guerras de Independencia, pero también es cierto que la Iglesia se vio muchas veces mezclada con los intereses territoriales y las masacres de extranjeros (tan bien calladas hoy día por la versión de la Historia la page), con Rosas y otros dictadores. El antiguo progresismo, en cambio, el liberalismo romántico siempre bregó por un estado laicista y en las épocas del Normalismo, los maestros, que fueron el brazo más eficiente de la Nación, no simpatizaban con Ella. Hasta que, con Perón, se dio vuelta la tortilla. Desde aquella terriblemente célebre procesión de Corpus, los movimientos populares rompieron sus lazos con la Iglesia, en cambio, los sectores conservadores se aliaron, no digo con el clero común, sino con la cúpula eclesial. Lo que me parece más increíble de toda esta historia, es que ni unos ni otros lo tuvieron claro. Cuando todo está oscuro es cuando podemos ver mejor la única luz de la llamita encendida.
Y hablando de llamitas, de pronto, una mujer me detuvo para prender en mi camisa una estampita; su pequeña hija llevaba en la espalda un cartel de tela en el que se leía impreso con grandes letras negras. “Gracias por tus favores”. Imaginé que era un tema de salud. En rigor de verdad, nunca sabremos qué es lo que cura a la gente, si la bioenergía, la kábala, la homeopatía, la medicina alopática o las flores de Bach…lo único que sé es que detrás de todo está Dios, ese Dios tan imposible de comprender como imposible es meter el mar en un hoyo de arena. San Agustín sonríe en mi oportuno pensamiento (¡Ay, Beatrice!)
Todo el camino, por lo demás, fue de agobiante calor y ráfagas de viento que levantaban remolinos de tierra; la gente incontable que iba sumándose; las reflexiones y oraciones que nadie oía; la pegadiza canción y las tímidas vivas a la Virgen; los aplausos tibios promovidos por la guía; los barrios que se sucedían a nuestro paso: los caseríos pobres y desnaturalizados y los barrios hechos por el gobierno para los pobres pero habitados por los más ricos y sus antojadizos frentes compitiendo en ostentación y mal gusto. Pobres y usurpadores en los portales. Algunos ofreciendo el agua contaminada que todos bebemos a diario; otros, aprovechando a vender bebidas y hacerse la semana. Carteles de gratitud y alabanza y algún lapsus como “Virgen, bendice a mi familia”, con ese pronombre posesivo que nos calza tan bien a los pequeñoburgueses; quien, tomando fotos con cámara digital o filmando; quien, disfrutando del espectáculo que rompía la rutina diaria como un festival folklórico o un acto patrio en la plaza.
A mitad de camino, se oyó una voz militarizada exigiendo a la gente que se encolumnara detrás de la imagen. “¡La Virgen tiene que llevar la delantera!” gritó. Pero a pesar de la insistencia el pueblo rodeaba a la imagen como queriendo abrazar a su fetiche de la suerte con ignorante ternura y devoción.
Más adelante, el viejo cartero, ya jubilado, acaso vencido por la deshidratación, cayó y se desparramó sin remedio en medio de la calle de tierra. Inmediatamente, se solicitó la ambulancia que no tardó en aparecer. La procesión se detuvo. Los enfermeros trataron de alzar al desmayado pero su peso era superior a toda fuerza humana. Entonces se dio la voz de continuar y quedaron asistiéndolo en el piso. “Ya está atendido nuestro amigo” dijo la guía. Y el episodio se olvidó. Pero a mí me pareció ver, aunque no estoy segura, el manto de Beatrice. La peregrinación, el esfuerzo infinito, un símbolo. Y tal vez, era esa lejana posibilidad lo que le daba sentido a todo: a la indiferencia por la oración, a la Virgen convertida en fetiche, a las casas robadas y sus devotos ladrones, a la sed calmada a cambio de monedas, a la bosta que ensuciaba el aire y los zapatos, a los cientos de mercachifles que esperaban con su basura, en la calleja que conducía al santuario, a la mentira de “encontré una imagen en un árbol,¡ups!”. Sí. El eterno símbolo de la peregrinación desde las romerías medievales, que vive ahogado en el alma del Hombre, de todo hombre, del ignorante y del instruido, del necio y del sabio, del cínico y del humilde y, que lo convierte a pesar de Heidegger, en un ser para la eternidad.
Al llegar, los sacerdotes revestidos, nos esperaban para celebrar la misa. En otras épocas era una buena oportunidad para divulgar la verdadera doctrina. En esta ocasión, la predicación orilló la demagogia. ¡Cuánto temor!
Al retirarme, una mujer se acercó cariñosamente hacia mí para regalarme una estampa de San Cayetano. No la acepté. Ella me miró entre perpleja y disgustada, como si sólo el diablo pudiera rechazar semejante presente.
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